EL ARTE DE GRACE

EL ARTE DE GRACE
El Mandala que te libera, vete con él clickeándolo

lunes, 10 de febrero de 2014


Ah...sí, claro. Y después de darme una panzada con la maratón del Flaco en Encuentro, y no contento con semejante homenaje y dolor del alma (aunque debería tratarse de "esplendor en el alma") me pongo a escuchar la presentación de Artaud en vivo que hizo en 1973 - gracias a YouTube, of course - y me desayuno también con que a distancia de un click de mouse ( o a un touch de screen) existe material inédito con la Banda Spinetta - formada a la disolución inmediata de Invisible - y me dispongo vertiginoso a acunarlo en la maquinola digital para completar la atesorada discografía. 
Y de ir leyendo un montón de reportajes y notas referidas a Luis, entre tantas, rescato una de Alejandro Rozitchner, amigo del flaco, que escribió lo siguiente a un año de su partida:

Luis
El autor de esta nota conoció a Spinetta en 1984, durante un viaje en colectivo. Una evocación afectuosa que deja de lado el mito y revela que “el Flaco” podía ser un payaso o un demonio paranoico.


Por Alejandro Rozitchner*

Ya pasó un año, pero para mí es como si hubiera pasado ayer. El dolor que siento no tiene tanto que ver con el Spinetta genial, artista único, superior, sino con Luis, mi amigo, al que no me resigno a haber perdido. Y siento que es un deber, que todavía no pude cumplir el de contar a quienes no lo trataron personalmente cómo era en su intimidad esa persona tan admirada y querida por tantos.

Nos conocimos en el 84, gracias a Leo Sujatovich, que había sido compañero mío en el secundario, y que cuando volví de Venezuela, donde yo vivía, a pasar dos semanas en Buenos Aires, era el tecladista de Jade. Yo era el típico spinettiano, adorador de sus discos, acechador de sus fotos. Para mí Spinetta era sagrado. Le dije a Leo que quería verlos en vivo. Leo me dijo que iban a tocar en Mar del Plata y me sacó pasaje en el micro en el que viajaba el grupo. Esa misma noche, en la que yo tenía el corazón atragantado por estar en presencia de mi dios, Spinetta empezó a ser Luis y me hice amigo suyo. Bueno, nadie se hace amigo en una noche, pero ¿cómo decir entonces que nos quedamos hablando cuando ya todos se habían dormido, que empezamos en ese micro un diálogo que duró 28 años? Yo hablaba de Bataille y Luis de Fulcanelli, yo era estudiante de la carrera de Filosofía, y él un pensador natural. No dormimos. Parece una historia de amor, o fue una historia de amor, aunque éramos los dos varones y heterosexuales. Yo volvía a tener conciencia clara de con quien estaba hablando cuando pasaba un auto en sentido contrario y ese breve período de luz interrumpía la oscuridad del micro para mostrarme la visión increíble de ese rostro que me sabía de memoria. Porque además, Luis era hermoso, lo sabemos todos, y tenía una gracia única, un don de ser, algo inigualable.

¿Qué puedo contar en tan poco espacio? Que quien lo creyera un lánguido poeta, basándose en sus letras y canciones, se hubiera sorprendido de saber que era el payaso que fue, un humorista, que quemaba pedos con un encendedor, que hacía personajes de todo tipo, insólitos, que tenía una gran inteligencia para captar al mundo, que lo veía de otra forma, que tenía una enorme curiosidad, que era un gran cocinero, que era muy tradicional, convencional, machista, posesivo y celoso, que a veces se ahogaba en problemas que los normales solucionamos fácilmente, que era una persona afectuosa, que moría y mataba por sus hijos, que podía también ser un demonio paranoico, que padecía enojos incontrolables, que no paraba nunca de hacer canciones nuevas, siempre hermosas aunque los últimos años demasiado tristes para mi gusto, que no tenía sus discos ni necesitaba grandes equipos de sonido para escuchar música, que podía componer un súper tema en una guitarrita cualquiera, que cantaba en la cocina como en sus mejores grabaciones, que escuchaba el disco con el que estaba copado en ese momento mil millones de veces, que los últimos años estaba un poco fóbico y no le gustaba salir (pero cuando yo lo conocí íbamos a todas partes), que no tenía gran comprensión de las cosas políticas pero hacía suyo todo dolor, social o personal, que era loco por los autos y hubiera querido trabajar diseñándolos, que era un dibujante genial y hacía unos prototipos avanzadísimos, que era capaz de asfixiarse en días de calor antes de abrir la ventana del jardín para que no entraran los bichos, que tenía facilidad para tratar con los chicos (tal vez porque tenía algo de nene desprotegido, que nos hacía a todos querer cuidarlo), que su personalidad contenía una rarísima mezcla de rasgos egoístas con otros de total generosidad, que era de esas personas que se hacen querer de una manera entrañable, amigo de sus amigos, muchos de ellos personas comunes, es decir, no artistas ni especialmente talentosos, que se te metía adentro y se volvía parte de vos, que todo lo que los amantes de su música reciben al escucharlo es sólo la parte pública de una personalidad especial, irrepetible, y que la falta de consuelo que sentimos quienes fuimos sus amigos y familiares, tiene que ver con esa vida personal gigantesca, que dejó un vacío que no se llena con nada.

Me gustaría poder contar más cosas de las que viví con él, pero me cuesta acercarme a su recuerdo sin ponerme demasiado triste. Espero que algún día, antes de que me olvide de tantas aventuras compartidas, pueda escribir un libro contando más. Siento que esa historia les pertenece a todos los que adoramos su arte y su persona.
(*) Licenciado en Filosofía, autor de los libros “Conciencia rockera”, “Pernicioso vegetal” y “Tirados en el pasto” (en colaboración con Andrés Calamaro).
Extraído de  http://vos.lavoz.com.ar/

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